Artillería Naval


La artillería a bordo de buques se empleó por primera vez en 1355, durante la guerra de los dos Pedros, aunque según algunos autores, su nacimiento se podría situar en el siglo XI. De todas formas, lo cierto es que hacia finales del siglo XIV, el uso de artillería sobre barcos de guerra e, incluso, mercantes, se había generalizado. 
 
Si, inicialmente, las piezas utilizadas eran bombardas que, en ocasiones, se bajaban de los barcos y se empleaban desde el suelo (1), los inconvenientes derivados de su tamaño y dificultades de sujeción, que impedían realizar más de un disparo cada dos horas en los modelos normales, propiciaron el uso de otras piezas menores, tales como bombardetas, cerbatanas, ribadoquines, mosquetones, esmeriles, sacabuches, espingardones, etc, mucho más fáciles de manejar.
 
A finales del siglo XV, las principales naves de guerra eran las carabelas y los bergantines. Las primeras contaban con piezas medianas en los castillos de proa y popa, y otras de menor calibre en las bordas, instaladas sobre horquillas, mientras que los segundos, sólo disponían normalmente de un arma de pequeño tamaño en la proa.
 
Ya en el siglo XVI, la aparición de barcos más pesados, favoreció la instalación de una mayor cantidad de artillería, al tiempo que se aumentó el calibre y tamaño de las piezas. A título de ejemplo, hacia 1570, las principales naves empleadas eran las siguientes: 
* Galeón: La de mayor tamaño que montaba unos 40 cañones entre sus dos puentes. Los ingleses, en lugar de cañones, colocaron culebrinas, con lo que su alcance les proporcionaba una ventaja inicial apreciable.
* Galeaza: Con un número de piezas que llegó a alcanzar la cifra de 70, incluyendo cañones y culebrinas, repartidas entre los dos castillos, así como otras menores acopladas en las bordas.
* Galeras: Disponían de una a cinco piezas mayores (cañones o culebrinas) en la proa y un número variable de armas menores, a cada costado.
* Galeotas: Dado su pequeño tamaño, sólo montaban algunas piezas de poco calibre.
* Fragatas, bergantines, y transportes o cogs: Al igual que las galeotas, únicamente contaban con armas de autoprotección.
 

Durante la batalla de Lepanto (1571), las naves más usadas fueron las galeras, seguidas por los galeones (2), al tiempo que se realizaron ensayos con las galeazas (3). El empleo táctico de estos tres tipos de naves era totalmente distinto, dadas sus diferentes características. Así, mientras que las galeras se debían colocar siempre presentando la proa, que es donde montaban su artillería principal, los galeones se situaban de costado, para poder actuar con el mayor número posible de piezas. Por su parte, las galeazas se idearon para actuar “de modo que se fundiese en uno solo el fragor de los disparos y el de los espolones al quebrarse”.
 
A lo largo del siglo XVII, se sucedieron diversos tipos de galeones que dieron lugar, finalmente, a los navíos de guerra. El primer barco de esta categoría fue el "Great Harry o Henry Grace a Dieu", mandado construir por Enrique VIII de Inglaterra, que disponía de 14 cañones gruesos en la cubierta baja, 12 culebrinas en la media, otras 10 en la superior, 4 más en el castillo de popa, y numerosas piezas ligeras.
 

Aunque, inicialmente, el tamaño de los navíos fue aumentando y se les dotó de tres puentes, llegando a contar con una potente artillería de hasta 120 piezas, hacia mediados de siglo, viendo la falta de maniobrabilidad de estos navíos, se disminuyó el número de aquéllas que, en algunos casos, no sobrepasaron las 30. El manejo de una pieza gruesa a bordo de un navío requería el trabajo de 14 a 16 hombres, razón por la cual, en 1774, apareció la carronada, llamada así porque se construyó en Carrón (Escocia). Se trataba de una pieza ligera, recamarada y corta (de 7,5 a 8,5 calibres) (4) montada sobre dos planchas de madera: La inferior o chasis sujeta a la cubierta, y la superior o solera con posibilidad de girar sobre la primera. Carecía de muñones, pero tenía un pinzote en forma rectangular que se ajustaba en unas guías de la solera. El retroceso de la pieza era absorbido por el huelgo del pinzote en las guías y la braga, que era un grueso cabo de extremos fijos a los costados, que se pasaba por un orificio existente en el cascabel, al igual que en el resto de piezas de gran calibre aunque, en este caso, se mantenía siempre tensa. Para apuntar en elevación, existía un tornillo de puntería que pasaba por un vaciado roscado del cascabel, mientras que en dirección, se giraba la solera sobre el chasis. Dada su facilidad de manejo, sólo eran necesarios 3 ó 4 hombres, aunque también es cierto que su precisión y alcance eran menores que en los cañones. Más tarde apareció la gudnada, que era muy similar pero con muñones y sin tornillo de puntería. 
 

En 1783, el teniente de navío español Rovira inventó el obús largo (5) y, algún tiempo después, el coronel francés Paixans, el cañón bombero. Ambas armas, poseían la característica de disparar bombas o granadas explosivas, lo que aumentó considerablemente la potencia de fuego de los navíos. Así mismo, la adopción de la llave de fuego de chispa, a partir de 1790, que anulaba el retardo del disparo que se producía con la mecha de azufre o botafuego, y la utilización de franela para envolver las cargas de proyección, que dejaba menos residuos que el papel, fueron otras de las importantes innovaciones que se introdujeron a finales del siglo XVIII y principios del XIX.
 

La clasificación de los navíos de aquella época se hacía atendiendo a la artillería que montaban. Así, los modelos españoles del siglo XVIII se denominaban reales, cuando montaban más de 74 cañones, siendo de tres puentes, cuando alcanzaban la cifra de 90. Los colosos artilleros fueron el Santana (1784) de 112 cañones de a 36, 24, 18 y 8, distribuidos en tres baterías, más la del castillo o cuarta batería y, como caso totalmente excepcional, el Santísima Trinidad (1769, transformado en 1795), que podía desplazar 3.100 toneladas (6), y disponía de 136 piezas.
 
En cuanto a las naves menores, decir que se fueron dotando de una artillería cada vez más potente. Así, las fragatas, que empezaron montando 10 ó 15 cañones en la cubierta alta, pasaron progresivamente a contar con más número de piezas, hasta alcanzar las 60, igualándose a los navíos inferiores. Por su parte, las corbetas pasaron de llevar una docena de cañones, a montar 30, hacia 1830. Lo mismo sucedió con los jabeques y lugres que, si al principio contaban con 10 ó 12 cañones, llegaron a montar hasta 32, de a 8 y de a 6. 
 

La introducción de la artillería de retrocarga y rayada (7), se produjo en la marina con bastante más retraso que en las fuerzas terrestres, dado que sus características no satisfacían plenamente a los usuarios. De hecho, aún en 1882, toda la artillería de la escuadra inglesa que bombardeó Alejandría era de avancarga. Finalmente, la aparición de piezas más potentes y fiables, inclinó la
balanza a favor de las más modernas.
 
En esta época, también se emplearon órganos instalados en las cofas, para defensa antitorpedo, desapareciendo después de Tsushima, y reapareciendo durante la Primera Guerra Mundial, ya como verdaderas ametralladoras, aunque para misiones antiaéreas.
 

Naves especiales.

Aparte de las naves citadas, se utilizaron profusamente otros muchos tipos de embarcaciones para misiones especiales, entre las que cabe destacar, además de las mencionadas en el apartado de los cohetes, las lanchas bombarderas, cañoneras y obuseras, las baterías flotantes y los brulotes o navíos incendiarios.
 
Las lanchas bombarderas o bomberas, también llamadas bombardas bombarderas, galeotas bomberas (8) o, simplemente, bombardas, aparecieron por la necesidad de realizar tiros curvos, bien para bombardear fortalezas, o bien, para batir los puertos o las escuadras fondeadas y protegidas.
 
Aunque, durante mucho tiempo, se hicieron grandes esfuerzos para instalar morteros en pequeñas naves, la mayoría de ellos acabaron en fracaso, dado que el retroceso de las armas las desfondaba. Uno de esos fracasos correspondió a D. Juan de Austria, durante el asedio a Barcelona, ya que no pudo encontrar montajes apropiados para los morteros. Sin embargo, un ingeniero francés llamado Renau Elizagaray, conocido por el apodo de Petit Renau, dada su corta talla, construyó cinco embarcaciones algo menores que los bajeles ordinarios, de poco calado y con los fondos macizos, dotadas de un gran soporte sobre apoyos de mampostería hidráulica, para morteros de gran calibre. Las armó con dos morteros y cuatro cañones, y las aparejó con una vela cuadrada en el centro y otra latina a popa. Entraron en acción el 9 de agosto de 1682, formando parte de la escuadra de Duquesne que atacó Génova, siendo remolcadas por galeras hasta los puntos adecuados.
 

Un año después de su primera acción, las galeotas bomberas demostraron su verdadero valor, lanzando sobre Argel 3.500 bombas y 1.130 mixtos incendiarios, que dejaron la ciudad prácticamente destruida, lo que indujo a las
demás naciones a construir embarcaciones semejantes, con uno o dos morteros, en distintas configuraciones.
 
Los ingleses fueron unos grandes usuarios de las bombardas bomberas, tanto para el ataque a plazas y fortalezas, como a las escuadras enemigas e, incluso, junto a otras lanchas cañoneras, para apoyar los desembarcos. Como morteros reglamentarios usaron los de 10 y 13 pulgadas.
 

A título anecdótico, citaré los combates desarrollados en Cádiz entre las lanchas españolas, de la escuadra de Mazarredo, y las inglesas de lord Jervis. Aunque, en su mayor parte, eran lanchas cañoneras, los ingleses debieron utilizar alguna bombardera, que los gaditanos apodaron jocosamente el bombo. Por otra parte, durante el siglo XVIII, el bombardeo con morteros se denominó bombeo. Las bombardas cañoneras, como su propio nombre indica, montaban únicamente cañones, y se emplearon desde mucho tiempo antes que las bomberas, dada la mayor facilidad para instalar cañones de poco calibre, en embarcaciones menores. De hecho, en numerosas ocasiones, cuando la naturaleza de la costa no permitía acercarse lo suficiente para batir determinados objetivos, se solían armar las propias lanchas de las naves que, gracias a su poco calado, podían aproximarse todo lo necesario. En ocasiones, como por ejemplo en el tercer sitio de Gibraltar, se construyeron cañoneras acorazadas. 
 
El empleo de los obuses largos de Rovira, dio lugar a la aparición de las bombardas obuseras que, al contar con mayor precisión y alcance, desplazaron a las bomberas, aunque todavía se siguieron utilizando. 
 

Las baterías flotantes eran barcos especiales, ideados para “batirse al cañón y al ancla”. Aunque su invención suele atribuirse a los franceses, al considerar como tales las “galiotes à bombes” de Elizagaray, lo cierto es que, mucho antes, en 1535, para la conquista de Túnez, los españoles unieron tres galeras por medio de fuertes maderos, construyendo encima una plataforma sobre la que colocaron cuatro cañones protegidos por fajinas y cestones, que podemos considerar como la primera batería flotante. Posteriormente, en Flandes, tanto Alejandro Farnesio, para el sitio de Venlóo, como los rebeldes de Amberes, utilizaron baterías semejantes.
 
Aparte de las baterías flotantes de circunstancias, en el siglo XVIII, se fabricaron expresamente diversos tipos de las denominadas empalletadas, siendo las más conocidas las del ingeniero francés D'Arçon, que se hicieron tristemente famosas en el ataque a Gibraltar. En aquella ocasión, se transformaron 13 antiguos navíos de 600 a 1.400 toneladas, en los que se montaron de 6 a 21 piezas de artillería de bronce, de nueva fundición. Por el costado que deberían presentar al enemigo, tenían tres muros de madera maciza, con los espacios entre muros rellenos de arena mojada. Interiormente, para proteger a los tripulantes de posibles astillazos, se colocó un cuarto muro de corcho mojado. Así mismo para evitar los incendios que pudieran provocar las balas rojas, se instaló un sistema de tuberías que recorrían todo el buque tomando el agua de un depósito mediante bombas. Como protección superior, disponían de un techo inclinado a prueba de bombas, forrado de hierro o con gruesos cabos cubiertos de cuero mojado. 
 

Durante el ataque a Gibraltar, los primeros impactos recibidos por estas baterías flotantes destruyeron sus sistemas antiincendios, al salirse el agua por los orificios causados en el casco. En consecuencia, quedaron a merced de la
artillería inglesa, volando dos de ellas y ardiendo las demás. Para hacemos una
idea del desastre, diré que las bajas ascendieron a 338 muertos, 638 heridos, 80 ahogados y 335 prisioneros. A pesar del fracaso, los ingleses decidieron construir un tipo de batería flotante que se denominó Spanker, que tampoco cosechó buenos resultados, por lo que finalmente se abandonó la idea. Por otra parte, al aparecer los cañones bomberos de Paixans, éste propuso la idea de construir baterías flotantes a partir de naves de poco calado y acorazadas, realizándose algunos ensayos en 1834; sin embargo, se comprobó que sólo los navíos de tres puentes podrían aguantar el necesario peso de la coraza. 
 
A partir de 1854, para la guerra de Crimea, se construyeron baterías flotantes a base de unos buques de poco calado y totalmente blindados, con propulsión de vapor y armados con cañones de grueso calibre, que podemos considerar los antecesores de los acorazados. Hubo varios modelos, destacando en el ataque a los fuertes de Kieuburn (17 de octubre de 1855) los llamados Devastation, Love y Tonnante. Por otra parte, en la guerra de Secesión norteamericana, también se usaron embarcaciones similares, como las Monitor y Merrimack, o las cañoneras lronclad, entre otras.
 
Antes de continuar, no quisiera pasar por alto un proyecto realizado en 1727 por un oficial de marina español llamado Juan de Ochoa que, si bien nunca se llevó a cabo, podría haber cambiado radicalmente el resultado del ataque a Gibraltar que se efectuó 52 años más tarde, con el resultado ya visto. Fue denominado Barcaza-espín y su autor la proponía para las reconquistas de Gibraltar y Mahón. Se trataba de un casco de mediana capacidad dotado de un gran espolón a proa y 16 cañones, 8 por banda, con otros tantos espolones menores para protección, y que deberían estar colocados de manera que no dificultaran el uso de los remos. La cubierta estaba formada por una especie de tinglado compuesto de grandes portas, completado por otras que se cerraban en proa y popa. El inventor aconsejaba que el casco se hiciese exprofeso y se recubriese con planchas de hierro de un dedo de grosor, a partir de la misma quilla, asegurando finalmente que, abriendo las cubiertas y arbolando el casco, se podría navegar por cualquier parte sin ningún problema.
 

Por último, los brulotes, también llamados naves incendiarias, burlotes y navíos de fuego, eran embarcaciones llenas de materiales combustibles y explosivos, que se dirigían contra los buques enemigos, a los que se quedaban enganchados por una serie de garfios que portaban en las zonas salientes. Generalmente, se transformaban en brulotes los barcos viejos de mediano tamaño que, en ocasiones, fueron fragatas de hasta 200 ó 300 toneladas. En la cubierta, se solían colocar las camisas de fuego, que eran artificios formados a base de polvorina y azufre, cuyo efecto era similar al fuego griego, sobre los que se ponía una lona embreada. En los palos, se situaban unos salchichones, comunicados entre sí y con las camisas de fuego, mediante mechas de cohetes. Como norma general, los brulotes navegaban al abrigo de los demás buques de la escuadra, hasta que se divisaba el objetivo, momento en el cual, su escasa tripulación lo dirigía convenientemente y lo abandonaba, utilizando una lancha. Si todo iba bien, el brulote debía hacer explosión entre los barcos enemigos, que se verían envueltos en una espesa nube de fuego. Aunque, la mayoría de las veces, se usaron contra escuadras fondeadas, también se emplearon en acciones contra barcos en movimiento e, incluso, como ya veremos, para destruir obras de defensa enemigas.
 

El empleo de los brulotes se remonta al año 1372, cuando el almirante castellano Bocanegra los utilizó contra los ingleses en La Rochela. En 1558, fueron los ingleses los que usaron brulotes contra los españoles, frente a Calais, pudiéndose afirmar que, a partir de entonces, las principales escuadras
adoptaron este tipo de barcos, siendo de destacar que los ingleses, los dotaron a veces con cohetes. A título de ejemplo, citaré las acciones de las islas de Lerin y de Taria, y la batalla de las Dunas (1639), en las que las flotas francesa y holandesa, emplearon brulotes contra la española.
 
Aunque un poco tarde, por fin, en 1642, España se decidió por la incorporación de brulotes a la escuadra, creándose en Cádiz una escuela dirigida por Gerardo Coen, con el fin de enseñar todo lo necesario para la preparación y empleo de los navíos de fuego. Así mismo, sirvió para realizar diversas experiencias con este tipo de barcos que, en su mayoría, no ofrecieron los resultados apetecidos, por lo que no insistiremos en el tema.
 

Para terminar, no puedo pasar por alto un caso un tanto especial del uso de brulotes, ocurrido el 4 de abril del año 1585, en las proximidades de Amberes. Las tropas españolas, capitaneadas por el Príncipe Alejandro, habían construido un puente de barcas sobre el río Escalda, con la idea de impedir que
la flota holandesa acudiera en auxilio de la ciudad. En tal situación, los defensores encargaron a un tal Federico Gianbelli  (9), la construcción de naves incendiarias que deberían utilizarse para abrir el cerco y permitir el paso de la escuadra. En total, se fabricaron 13 naves que, al caer la tarde, se incendiaron y lanzaron contra el puente. Las 9 embarcaciones más pequeñas se pararon sin producir daños y de las 4 mayores, una se hundió, otras dos fueron llevadas por el viento hacia la orilla y la cuarta, llamada al parecer la Esperanza, que era la más grande, rompió la línea de barcas y se fue a parar sobre el estribo izquierdo del puente, junto al fuerte de San Felipe. Cuando se apagaron los materiales combustibles de la cubierta, las tropas españolas se aproximaron, produciéndose entonces una terrible explosión, descrita por Barado en su obra Sitio de Amberes, de la siguiente forma: «parte del castillo, la empalizada, las naves inmediatas, fueron lanzados por los aires, mezclándose con los maderos, las piedras y el hierro, los desgarrados miembros de marinos y soldados. Fue esto obra de un instante: el Escalda abrióse, descubriendo las arenas de su lecho; después, levantáronse sus aguas hasta azotar los castillos, barriendo el puente y la ribera. Tembló la tierra como agitada por violento terremoto y a muchas millas de distancia oyóse la detonación de la máquina infernal. A mil pasos de distancia se hundieron en el suelo las enormes losas que tapaban la mina; quedaron destruidas muchas casas; la lluvia de piedras mezcladas con mutilados cuerpos cayó sobre el río y centenares de hombres murieron en el espacio de un segundo, ahogados muchos, entre las estacas no pocos. La cifra de los heridos tampoco fue pequeña; algunos de éstos fueron lanzados a la ribera y el mismo 
Alejandro túvose por muerto.»
 
Para conseguir el efecto descrito, Gianbelli había revestido el fondo de las naves con una gruesa pared de cal y ladrillo, rellenando el hueco con gran cantidad de pólvora (10). Sobre la cubierta, se colocaron grandes piedras que servían de base para una gran bóveda formada por piedras sepulcrales, en la que se amontonaron balas, cadenas y todo tipo de proyectiles. Exteriormente, como medida de ocultación, poseían otra capa de cal y ladrillo. Disponían de dos sistemas de encendido: una cuerda embreada a forma de mecha y un extraño reloj que, a la hora prefijada, movía un resorte que actuaba sobre un pedernal y producía chispas.
 
 
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